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Se entiende como bien meritorio, aquél que por su importancia debe ser subsidiado por el Estado. Por consenso social se definen como bienes meritorios la salud, el arte, la cultura y la educación, en estos tres últimos es claro que la intención es que los ciudadanos accedan a una forma superior de vida, que alimentan el espíritu y nos fortalece como seres humanos.
Es así que la política de subsidiar la cultura y el arte se plantea con ese objetivo, que lleguen a una mayoría de la población, que disminuyan los costos y por ende haya una mayor accesibilidad a los bienes culturales. Esto no está exento de polémicas y disensos.
Un argumento importante es que los gobiernos tienen la responsabilidad de preservar el conocimiento general y la cultura para las futuras generaciones y esa responsabilidad conlleva también la necesidad de subsidiar y apoyar para que la trasmisión de la cultura se mantenga viva. También por supuesto fomentar la innovación y el crecimiento y en pleno ejercicio de la democracia los ciudadanos tienen la libertad de elegir lo que quieran para ellos y el Estado debe detonar la participación crítica e innovadora.
Las políticas públicas en nuestro país se rigen por un principio de libertad que además estimula la oportunidad de desarrollar las capacidades creadoras de los artistas. Esa libertad se extiende a todos los sectores sin ninguna traba para temas religiosos, étnicos o sexuales. El criterio democrático induce a que el arte y la cultura sea un asunto para todas las personas.
Sin embargo, ¿Es posible para el Estado asumir posiciones neutrales sin caer en la imposición y en la discriminación? Si bien es cierto hay un sustento teórico, incluso filosófico, para asumir la responsabilidad gubernamental de definir lo que es el buen arte o el malo, no está exenta la posibilidad de que existan actos de censura o simplemente omisiones
Hay ejemplos de lo anterior. Algunos programas culturales tienen poco que ver con el fomento y la difusión del arte o se establecen pirámides de poder en donde las decisiones se toman sin intervención de los artistas. Esto sucede frecuentemente y por ello es parte de la intención de las políticas públicas culturales, integrar como consejeros a los propios creadores para que la toma de decisiones sea lo más apegado a la realidad de la comunidad artística. Atender sus necesidades y opiniones.
Un tema actual que divide los criterios es acerca de la música que incita a la violencia y al crimen. Sus defensores arguyen que en el pleno ejercicio de la su libertad, el Estado no debe ni puede censurar su difusión. Sus detractores por el contrario, manifiestan el rechazo, toda vez que incita a la violencia y a la muerte. Es un tema fuerte que amerita ser ampliamente analizado porque hay verdad en las dos partes y es un debate social controvertido.
Esto es algo que me recuerda la polémica sobre la música de Wagner que está prohibida silenciosamente en Israel. El era el compositor favorito de Adolfo Hitler y un claro defensor del Holocausto, pero no sólo eso, sino que el gran músico alemán declaró que los judíos eran una influencia muy perjudicial en la moral de la nación alemana. Más de ocho décadas y el debate sigue.
La enorme responsabilidad del Estado como diseñador de las políticas culturales exige que los artistas tengan certidumbre y se sientan apoyados institucionalmente. Y ese es el gran reto ¿Cómo diseñar esas políticas públicas y cómo evaluarlas? ¿Cómo conciliar las posturas diversas sobre los conceptos artísticos?
Lo que se debe pretender es establecer una auténtica política que logre integrar las aportaciones de la sociedad en su conjunto y enriquezca la comunicación entre los artistas y los ciudadanos aunque las condiciones de escasez e incertidumbre siempre están presentes. Es un proceso largo y complejo y las acciones están en marcha, porque algo cierto es que la cultura es un bien meritorio cuya difusión es una obligación del Estado.