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A principios del siglo XVI, el calvinismo ganó terreno en Francia, conquistando a nobles, intelectuales y la clase media. El movimiento hugonote, inspirado en Calvino, contó al principio con la protección de Margarita de Angulema y del rey Francisco I. Sin embargo, antes de este respaldo, los hugonotes eran hostigados por la mayoría católica, que “perturbaba con afrentas sus sepelios y funerales, les daba el mismo trato que a brujas y herejes y destruía sus templos”, según el historiador Veit Valentín.
En 1530, bajo el reinado de Francisco I, se retiró la protección a los hugonotes ante presiones del clero, dejándolos a merced de la persecución que se intensificaría bajo Enrique II y Catalina de Médicis. Con astucia, Catalina y su hijo Carlos IX hicieron creer a los protestantes que la paz religiosa era posible. El Tratado de Saint-Germain-en-Laye, de 1570, que puso fin a las guerras de religión y en apariencia garantizaba la libertad de culto, generó una confianza excesiva entre los protestantes franceses, que más tarde sería aprovechada para planear la masacre.
La boda de Margarita de Valois con Enrique de Navarra atrajo a cientos de hugonotes a París, sin imaginar que asistían a su propia trampa. Al darse la señal acordada, estalló la masacre: primero cayó el almirante Gaspard de Coligny, brutalmente mutilado y arrastrado por las calles, y luego miles de calvinistas fueron asesinados en París y otras ciudades del reino, sumiendo a Francia en un baño de sangre y terror.
El historiador Juan Foxe, en su obra El Libro de los Mártires, relató la extrema crueldad de los clérigos durante la masacre: “sosteniendo el crucifijo en una mano y una daga en la otra, corrían hacia los cabecillas de los asesinos, y los exhortaban enérgicamente a no perdonar ni a parientes ni a amigos”.
La Noche de San Bartolomé nos deja una lección que no debemos olvidar: la intolerancia religiosa, aunque adopte nuevos rostros, sigue dispuesta a reproducir los horrores del pasado. La historia nos recuerda que tratados y acuerdos no son suficientes para garantizar el respeto a la fe ajena; se necesita un respeto pleno, más allá del simple diálogo.
Cada vez que se siembra el fanatismo o se persigue al diferente por sus creencias, renace el riesgo de repetir tragedias como las que tiñeron de sangre a París en 1572. Recordar estos episodios no es revivir el pasado, sino advertir sobre los peligros que persisten en nuestro presente.